Corren sin parar y gritan como pájaros de verano. Corren todos. Escapan mientras ríen. Solo uno, con los brazos extendidos, intenta pillar. No importa a cuál. No importa cómo. En realidad tampoco importa mucho cuándo porque se trata de jugar y mientras juegan están siendo niños. Solo niños que aprenden.
Todos los cachorros aprenden en el juego, ritos iniciáticos para la vida. Rutinas de "como si" para salir después al descampado del mundo. Allí, en el mundo, se termina. Termina el juego pero sigue la pilla. Seguimos corriendo cada día con la esperanza absurda de que no nos pille. Que no nos pille el paro, el dolor, la enfermedad, la desgracia; que no nos pille la muerte. Sorteando para siempre esos brazos extendidos, sin gritar ni reír. Corriendo a ciegas. Apenas con el miedo de saber, en las entrañas, que antes o después nos tocará la panda.