Treinta y tres años después todavía sentía aquella sensación ahogadora de culpa que la paralizó mientras leía la esquela. Tenía entonces diecisiete años y la vida invadía su cuerpo con la insaciabilidad de la inocencia. El doctor la reconocía con calma y hacía preguntas cotidianas. Ella se abotonaba de nuevo la blusa sin pudor y entonces él, sin levantar la vista de sus anotaciones, le hizo aquella pregunta. Ella respondió que sí y que tenía pareja más o menos estable. Entonces él, prudentemente, le preguntó si podría decirle la frecuencia. Y ella, con cierto descaro y tomándose su tiempo, respondió que dos o tres al día, a veces cuatro. Sonrió guardando los detalles, pero con cierta osadía. Él simplemente anotó la cifra. Todo estaba en orden. El pequeño nódulo de la garganta no era preocupante, solo vigilarlo y volver en un año.
Dos días después ella leía y releía el nombre del fallecido en aquella esquela, atrapada en un temor que no podía evitar. En la casa comentaban, con voz baja, que al parecer tenía una querida.Que se tiró del noveno piso del edificio en que tenía la consulta. Un hombre todavía joven.
Treinta y tres años después todavía lo recuerda y guarda, como un secreto, aquella conversación.
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