Sabíamos que llegaba la tía Victoria porque de pronto, un día, se abrían las ventanas de la casa y el aire se teñía con olor a lejía. Después, a la noche, cuando las tardes eran muy largas, se encendían las luces y olía a pescado frito, a filetes con patatas. El olor de lo cotidiano. El resto del año la casa no decía nada, permanecía en letargo. Sabíamos de Zacarías, que la habitaba, pero la casa no tenía luces, ni olores, ni ruidos. Al llegar el verano despertaba. No hablábamos con la tía Victoria como no hablábamos con Zacarías, eran vecinos que entraban y salían con un saludo correcto en la boca, nada más. Pero de alguna manera la llegada de la señora era una alegría, como lo es la llegada de las primeras golondrinas o los primeros brotes en los cerezos. Señales de verano, de dulzor en la piel y sobre todo de luz.
Supimos una mañana que Zacarías había muerto, porque no recogió el pan que dejaban en su puerta. El repartidor miró a través de la ventana y vio su cuerpo en el suelo de la cocina. La tía Victoria no volvió a lavar los baños con lejía ni a freír pescado en las noches de verano. Pero una mañana soleada de los últimos días de marzo oímos voces en la casa y la madera esforzándose en las bisagras. Las puertas estaban abiertas, las conversaciones hacían remolinos confusos en los cuartos deshabitados, como pájaros perdidos, y escapaban por las ventanas. Había llegado Luz. La prima Luz.
Tía Victoria!!...diosss.....me recuerda a mi abuela Carmen, que barbaridad...
ResponderExcluirno tiene nada que ver (o si) con la historia que cuentas pero no se porqué razón me vino a la mente...mejor no quiero pensarlo....
Ya está. Me gustó leerlo, no hay que darle más vueltas...
bssss
Cuéntanos algo d la abuela Carmen... Por favor. Luego contaremos de la prima Luz.
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