La tarde es venteada y fría. Uno de esos días en que el invierno deja su firma arrebatada para hacernos olvidar que pronto será primavera. Lunes. El limpiaparabrisas no consigue despejar el agua y el día me parece interminable. Quería evitarlo, pero acabo enfadada:
-No puede ser, Nicolás, no puede ser que me hagas venir hasta aquí solo para conseguir la útima entrega de los minerales. Estoy muy cansada, quiero irme para casa. Si no lo tienes hoy, ¡ya lo compraremos mañana! ¡La rosa del desierto! ¡Ni que se fueran a agotar!
El silencio no cuaja:
-A ver, mamá. Aquí la que manda eres tú. Yo solo soy un niño de 9 años. Si tú no quieres, no venimos...
Ni siquiera soy mayor de edad...
Entonces me da la risa. La frase, de tan redonda, rueda por el coche como un globo y los dos reímos. No encontramos la rosa, pero descubrimos esa madurez de roca que apunta en sus maneras.
Hoy será otro día.
Ves? de nuevo la risa que todo lo transforma. Qué suerte tenemos!
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