Había entonces una sensación que era mucho mayor que el miedo. Una patada contra el sueño. Una angustia semejante a saberse caer hacia el abismo y el abismo no tenía final. Qué éramos antes de haber nacido? Qué seríamos después de vivir? Cuándo se acabaría ser nosotros mismos? Dónde nos esperaban las paredes del infinito? Había un final en algún lugar?
Tenía entonces apenas siete años. No servía de nada llamar a mamá. No servía su cara tranquila, su caricia, la calidez de su mano sujetando la mía. Cuando llegaba ese pánico tenía que venir él. Venía mi padre cargado de palabras para arroparme. Me decía que después de morir todo se iba a acabar. Que no había nada más. Que dejaba de estar en cualquier sitio. Y no sé si era su voz, su certeza, o el punto final que sabía escribir, pero yo me dormía y descansaba, con esa apacible confianza en la caducidad.
Sabios argumentos que en absoluto trataban de amedrentar con fuegos fatuos y calderas pedroboterienses. Por lo menos, conseguían que descansaras.
ResponderExcluirFilosóficas preguntas con sólo siete años... Interesantes, muy interesantes.
Beijinhos
Mi madre dice que después seremos memoria y que la verdadera muerte está sólo al final de la memoria. Así dicho suena un poco épico, pero lo dice mi madre, no Homero.
ResponderExcluirTu madre es sabia, Verme, es verdad. Y mi padre... él dice que la mentira es el lubricante del mundo, pero no miente a los niños. Se lo agradezco. Beijinhos.
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