Conocí su historia en una terraza de verano, mientras ella fruncía el ceño delante de un helado de vainilla. Su marido había muerto en la guerra, en una de esas guerras en que los muertos, por miles, se hacen de uno en uno, y en que los asesinos, a veces niños, caminan salpicados de sangre por las calles quemadas de miedo.
Ella había escapado a través del desierto con su hijo a la espalda, arrastrando pesadillas espesas de memoria.
Mientras me lo contaban, bajando la voz, ella fruncía el ceño delante de un helado de vainilla. Tuvo un gesto airado para el niño que se lo ofrecía:
-Me gustan de chocolate- dijo, con un acento que todavía tenía raíces.
-Me gustan de chocolate, ya lo sabes.
Y se levantó contrariada llevando el helado sin que yo alcanzara a comprender los rincones de la condición humana.
El horror y su pena derivada hacen que uno se muestre insensible ante ciertas coyunturas y que, aunque nos cueste entenderlo, sólo las pequeñas enmiendas sean objeto de interés. A la abuela sólo le interesa su helado de chocolate. Ya no es tiempo de otros pensamientos.
ResponderExcluirGenial, como siempre, la entrada
Besos, Pau