La llamé otra vez porque desde hace varios meses no podía dejar de pensar en ella. Y ella no me devolvía las llamadas, ni los correos, ni los sms. La llamé otra vez porque, aunque sé que es una mujer muy ocupada, me preocupaba un silencio tan largo. Y tiene gracia que a mí me preocupase un silencio tan largo, a mí, que desaparecí de su vida una mañana de septiembre y le rogué que me diese por muerta, cerrando delante de sus ojos atónitos mi vida de un portazo. A mí, que dejé pasar veinte años antes de volver a llamar una tarde, otra vez de septiembre, para pedir perdón.
Pero eso era ya historia. Veinte años que se hicieron historia igual que las momias se hacen polvo en las películas cuando les da la luz. Veinte años que no resistieron a una tarde de paseo y de café entre palabras.
Así que la llamé otra vez porque no podía dejar de pensar en ella, y aunque la sé ocupada, me inquietaban los sueños y una cierta debilidad de mi memoria.
-Es que tengo cáncer- me dijo, con voz de niña que se disculpa.
Metimos palabras como algodones en una herida hasta reírnos.
Lo dijo como una niña que se disculpa. Seguimos hablando. Dice que su madre siguió colgando las cortinas.
Hablamos toda la tarde, hasta que la palabra se quedó sin acento, sin mayúsculas, sin dientes. Hasta que nos salió de la boca sin comillas ni puntos suspensivos, sin susurros.
Se está curando.
Pau, no es mi mejor momento para opinar. Acompáñala. Cada minuto sintiendo cariño es valioso.
ResponderExcluirHoy especialmente un abrazo grande grande.