De haberla visto pasar de nuevo por aquella misma calle, la habría parado para verle los ojos de cerca. No los ojos, sino su mirada. Pero lo cierto es que nunca más transité por la misma acera y los días se distanciaron entre el frío del invierno como si unas manos heladas interrumpiesen la manera natural de sucederse. No volví a verla. Creo que no olvidaré nunca sus ojos, pero ya sé que la memoria guarda para sí ese punto de frivolidad, que tal vez sea inconsciencia, y que juega a traicionarnos y a disfrazarse detrás del tiempo como si tuviese esquinas y rincones.
La misma frivolidad que la juventud, que la belleza, con su inutilidad necesaria, o el paso de tantos inviernos. Gracias, tambien en su nombre.
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