La noche era lluviosa y el interior del autobús iba en penumbra. Los viajeros se amodorraban en ovillos de sueño para hacer más corto el trayecto y el conductor espantaba el cansancio con palabras. El compañero escuchaba con breves expresiones que confirmaban su escucha y mantenían la conversación que, por momentos, parecía sucumbir a la hipnosis del limpiaparabrisas. Había viajado mucho. Contando los viajes que había hecho en camión y ahora en bus, podía haber recorrido dos veces Europa, tal vez más. Muchas anécdotas, sí, muchas historias.
Viajaba en una ocasión por el norte de Alemania, grandes llanuras hacia donde el invierno hace descender las nubes. No encontraba su destino. Era joven entonces, impaciente. Repetía una y otra vez la ruta marcada en el mapa pero la nave de electrónica en donde tenía que dejar su carga no aparecía. De alemán no sabía hablar una palabra y todas las tentativas para hacerse entender se quedaban en brazos estirados hacia el final de carreteras interminables o dedos nerviosos sobre el papel para indicar vueltas, giros, regresos, desvíos, que después no encontraba. Una mañana entera estuvo yendo y viniendo por los mismos diez kilómetros que se concedía como margen al equívoco. Desesperado. Perdido. Entonces paró el camión para comer algo y serenarse. Bajó una vez más el mapa y aprovechó la calma de la taberna. De nuevo, allí en la barra, delante de las cervezas, un corro de hombres y sus gestos para hacerse entender. Palabras mezcladas y dichas en voz alta. Palabras apretadas con las manos para hacerlas llegar, para sacarles sentido. Un hombre mayor, tendría incluso más de ochenta años, se acercó a observar. Miró con calma. Le miró a la cara y le hizo una señal sencilla para seguirle. Todos callaron un momento pero después le animaron a ir. A la puerta de la taberna había una vieja bicicleta cuidadosamente apoyada. El hombre montó en la bici e insistió con su mano: sígame, decía.
-Aunque no pronunció una palabra, ¿sabes? aquel hombre no perdía el tiempo.
El camionero se subió a su tráiler y siguió, con las luces de avería encendidas, aquella bicicleta. El anciano pedaleaba, el camión lo seguía. Despacio.
-Media hora nos llevó llegar, pero llegamos-
Había pasado por delante de aquel camino al menos diez veces en la mañana. Pero no lo había visto. La nave estaba allí, al final de un sendero de grava en medio de la nada. El anciano solo levantó un brazo para decir adiós. Apenas una sonrisa y una mano.
Recordó entonces aquel joven que llevaba una caja de naranjas en la cabina. Se la regaló a aquel hombre para darle las gracias. La ataron al portaequipajes de la bicicleta con unas gomas. Le dijo:
-Naranjas. Na-ran-jas.
Y el viejo ciclista repitió:
-Na ran jas... - Atropellándose un poco en la erre y resbalando en la ese.
Solo una palabra.
Y se fue muy despacio bajo el cielo gris, con sus naranjas coloreando el camino.
En la penumbra del bus la voz del conductor se calla. Muchas anécdotas sí, muchas historias. Y solo el limpiaparabrisas sostiene la cadencia del viaje. Muy despacio.
Assinar:
Postar comentários (Atom)
Sim, quantas estórias e quanta vida derramada
ResponderExcluirpelos caminhos da nossa existencia!
E as mais bonitas são, quase sempre, aquelas
em que não é precisa mais que uma palavra!...
Uma palavra apenas que muda a cor da paisagem. Beijinhos e obrigada.
ResponderExcluir