quinta-feira, 19 de setembro de 2013

Sobre Carlos Borra

Se llamaba Carlos Borra y tenía en el andar y en los ademanes ese donaire y desparpajo que en los hombres recuerda a los felinos y a menudo resulta irresistible. Sonreía incluso con las manos y podría convencerte, sin dejar de mirarte a los ojos, de cualquier aventura imposible. Escuchándolo, más de una vez, he creído ver al niño que fue un día. Un niño de ojos grandes e imaginación parásita de la vida y la rutina. Sin embargo él insistía en que nunca fue así. Que de pequeño era tímido y callado. Que sus padres, esos desconocidos de nuestra madurez, pensaban por entonces que nunca tendría amigos. 
A veces sucede. Un buen día mudamos la piel y nos hacemos adultos. Entonces se hace imposible ser reconocidos. El tiempo discurre y como Carlos Borra perdemos no solamente al niño que fuimos, si no al hombre o la mujer que nos pronosticaba el futuro. Ellos nos miran sin saber cómo hablarnos y nosotros escuchamos con una sonrisa que se apoya en la ternura. Sabiendo que nos observan desde muy lejos aunque nos quieran muy cerca. A Carlos Borra  dejé de verlo hace unos años pero siempre lo recuerdo cuando intento seguir los pasos, debería decir las mutaciones, de mis hijos. No querría perderme el instante en que muden su piel y un extraño muy querido ocupe mis abrazos. No querría dejar de admirarlos.

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