quinta-feira, 13 de janeiro de 2011

Hormigas

Estuvo mirando aquella manera que tenían las hormigas de morirse. Llegaban al umbral de la puerta donde estaba el veneno y comenzaban a retorcerse, a contorsionarse, a deformarse. Estuvo mirando para ellas un buen rato hasta que oyó la voz de los niños en la plaza saliendo del colegio. Entonces se olvidó de las hormigas y caminó calle abajo. Silbaba. Siempre que caminaba acababa silbando. Se dejaba llevar por los chillidos que siempre tenían acento de verano, aunque todavía fuese primavera. Intentaba no pisar las juntas de los adoquines y por eso su andar era irregular. Pisaba com la punta del zapato, saltaba, ladeaba un pie, abría las piernas... Silbaba y caminaba sin ritmo. Al llegar a la esquina se encajó la gorra hasta la frente y al ver a los niños se echó a correr hacia el centro de la plaza. Nunca le daban. Los gritos se hacían más agudos, como de pájaros hambrientos. Se arremolinaban las voces y había carreras desordenadas como en un hormiguero roto. Nunca le daban. Sin dejar de correr llegaba a la puerta de la Iglesia y se paraba, jadeando, solo para estar seguro de que no le seguían.

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