Me pasa a veces, cuando sé que querrías que te contase algo y aunque sé que hay mil cosas, no puedo verlas brillar, ninguna me conmueve para darle forma. Recuerdo las orejas de Nicolás enrojeciendo al ser pillado en falta, sus lágrimas contenidas en el aféizar de sus ojillos, todo pestañas de escarcha, porque sin querer nos contó, en la confianza y la risa, aquella cosa tan fea que le dijo a un amigo. Recuerdo cómo quería escapar de sí mismo, más que de nuestro silencio, cuando lloraba que ya lo había admitido, que ya bastaba. Pero no quiero contarlo.
También hay una historia en el señor Scrooge que tú y yo conocemos, que se quedará solo la noche de Navidad porque nunca ha creído en las lucecillas o tal vez siempre le han enternecido demasiado. Pero tampoco quiero porque es una historia muy dura y muy larga que tendrá que esperar.
Y solo para evitar este infernal modo ahorro con que me amenaza el duende, me gustaría contarte aquel beso que recuerdo en el televisor una de tantas tardes de sábado. Aquel beso diferente que no he podido olvidar desde la infancia: ella llora y las lágrimas rodean largamente sus labios. Él, elegante y cansado, se acerca y, sin apenas tocarla, besa el borde de su boca. Se despide. No era Lawrence de Arabia. Tal vez lord Jim. No lo recuerdo. Pero ese beso es una de esas líneas de tiza que marcamos en la infancia. Se borran, pero siempre queda el polvillo entre los dedos. Ha muerto Peter O`Toole, pero no su beso, ni su andar, ni sus brazos en el escenario, ni su boca, ni su risa perfumada de alcohol, ni su manera de decir o de reinar.
Dame mornura no corazón. Precioso, non me canso de léelo
ResponderExcluirGracias. Sempre conforta saber que chega.
ExcluirHummm, me has traido los sábados por la tarde de mi infancia! Gracias
ResponderExcluirEs que la infancia está muy cerca. En realidad nunca nos abandona. No crees?
ResponderExcluirLa verdad que no, la revivimos muy a menudo :)
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