Hemos leído un cuento. Ya es tarde y por eso, cansados los dos, nos dejamos unos minutos en silencio, como escuchando los pasos del sueño, con la cabeza recostada en la almohada. A él le gusta acomodarse como un cachorrillo, todavía, buscando su lugar en la media luna de mi abrazo. Cada vez es mayor. Cada vez es más grande. El silencio se hace solemne cuando él me pregunta a traición:
-Mamá, el universo se acaba en algún sitio?
Y yo solo respondo que no. Que nunca. Y pongo los pies, sin quererlo, en esa frontera cenagosa que usa adverbios de tiempo para hablar de espacios.
Y es que entonces recuerdo. Cuando yo tenía su edad, ya siete años, el Universo era el miedo. A veces, antes de llegar el sueño, un pensamiento garrapata envenenaba la oscuridad: Papá, papá!- gritaba, que venga papá!- Y venía aquel señor que hablaba poco pero conocía muchas palabras.
-Dime la verdad, papá: el Universo, no se acaba nunca? no hay un muro detrás de las estrellas? una pared, aunque esté muy lejos muy lejos muy lejos?
-No, hija. Y si la hay no se sabe. Todo se expande y existe hasta donde va llegando, hasta donde ya ha llegado.
- Y nosotros, papá, antes de nacer, dónde estábamos. Y ahora que hemos nacido, desaparecemos un día? o tenemos que existir para siempre....?
Y "para siempre" era el pavor. Mi padre me veía los ojos en la penumbra y notaba mis manos frías por el miedo.
-Nadie lo sabe, Pau. Pero lo más probable es que todo se acabe.
Poco a poco me calmaba, todavía no sé si por el tono de voz o por la serenidad de saber que existía un final.
Nicolás hace de nuevo una pausa dentro del abrazo, pero pronto se revuelve y me dice:
-Yo no me quiero morir, mamá, tengo miedo....
Y dejo que corran las palabras para sanar esa herida que se abre de nuevo.