Abrí la puerta de la cocina la mañana de Reyes y lo vi desparacer por la ranura entre el zócalo y la cajonera. No me repugna la idea de un ratón, me repugna la idea de su impunidad nocturna y mi indefensión frente a la suciedad. A la mañana siguiente vi su cola descender por las escaleras casi delante de mí, esquivando mis pasos entre el susto y la sorpresa.
Ellos lo vieron sobre el piano y el pequeño Pablo preguntó mientras hacía una pausa en los juegos:
-¿Un ratón es una cosa negra que pasa corriendo? ¡es que lo he visto!
No esperamos más. En la cocina instalamos una batería de trampas, y bajo el sofá de la sala y al final de las escaleras, nos esmeramos en cultivar su muerte en forma de semillitas de veneno.
Todavía lo vi pasar unas veces, como un habitante de otra dimensión que se manifiesta en condiciones adecuadas de silencio. Los cebos de las trampas desaparecían con gula y sin consecuencia. Un trozo de galleta. Un trozo de jamón. Un poco de queso. Chocolate. Es una plaga, pensé. Y comencé a precintar con celofán todos los enseres de la cocina, presa de una manía casi compulsiva.
Hace dos o tres días, al abrir la puerta, vi su diminuto rabo inmóvil sobresaliendo de la trampa. ¡Cayó!, pensé primero, pero después sentí ese temor atávico que produce la muerte. Cualquier muerte. Toqué con la punta de los dedos el cuerpecito gris y aterciopelado como si pudiese haber sobrevivido. Pero no. Estaba muerto. Muerto de esa manera irresoluble que solo es propia de la muerte. Con cuidado y alerta desprendí el cuerpo del orificio en que estaba atrapado. Lo levanté con dos dedos y observé. Sobresalían sus ojillos como dos cuentecillas de collar. Negros. Me repugnó su boca entreabierta y los dientes sin proporción, pero me enterneció su pequeñez y sus maneras de trapo. Sin darme cuenta recordé aquella vieja muñeca de mis primeros años. Vieja muñeca, digo, porque nunca fue nueva en mi memoria: el cabello tieso de tanto peinado, el cuello siempre flojo sujetando a la tela una cabeza de goma que lloraba.
Esta mañana ha preguntado Nicolás:
-¿Ya habéis matado al ratón, verdad?
-Sí. Cayó en la trampa.
-Sois malos.
-No, Nicolás. No podemos vivir con ratones... Pero ¿cómo lo has sabido?
-Porque hace días que ya no lo veo.
Y es que al final, era solo uno. Uno y asustado.
José Luís Peixoto na Feira do Livro de Miami, 2024
Há uma semana
Bueno, qué valor! yo no lo cojo ni de broma! A nosotras se nos caen los ratoncitos de campo en la piscina, se meten en el filtro y no saben salir. una muerte horrible. Tanto nos obsesionamos con esto que hasta hemos salvado a alguno...y mira que no puedo con ellos. Si tengo uno en casa yo me voy!!!
ResponderExcluirQué mezcla tan rara!
Pero si parecen de trapo! Pobres... Pero eso sí... Dan mucho asquito...:)
ResponderExcluirPenso o mesmo cando atopo algún, envenenado no meu caso; pero non son capaz de collelos: estreméceme a morte, e teño que coller algún utensilio para non o tocar, e non son capaz de miralo despacio
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